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PRESENTACIÓN DE CUATRO CUENTOS, ÚLTIMO LIBRO DE ÁNDER MEDINA



“La tristeza, dijo el Pacheco una tarde de principios de setiembre, es la manta con que muchos han de guarecerse, compadre, lo mismo que los zagales cuidan del ganado en las noches de lluvia con la manta a la cabeza, o lo mismo que los murciélagos, recelosos de la luz, y a fuerza de no verla por disposición de Dios, se cubren con sus alejas pegajosas y polvorosas. Así es la tristeza, amigo, así es”. . MEDINA, Cuatro cuentos) 




Cuatro cuentos es el título de una recopilación de relatos cortos que relatan la vida y reflexiones de unos personajes vecinos de un pueblo de la sierra de  Béjar, Avella, que abarcan desde 1934 a 1956. 

En El tío Ramón, el narrador revive el recuerdo de un anciano al que todos conocían por tío Ramón. Aquejado de una incipiente vejez, vive en una casucha de adobes al lado de su tetrapléjica esposa, que años atrás cayera en estado del burro, perdiendo la criatura y la facultad del movimiento. 


El narrador, niño a lo largo de la prosa, relata las tardes junto al anciano en el poyo de su casa, frente a los picachos de la sierra de Francia; tardes éstas preñadas de ilusión por los ratos que pasaba junto al tío Ramón. Ratos que tarde o temprano morían para dar paso a la atención que reclamaba la esposa del anciano, que gritaba desde el interior de la casucha, carcomida de dolores. La atmósfera se tornaba distinta, todo en el tío Ramón parecía sumirse en un pozo de tristeza. El narrador, así, empieza a pensarr que es la señora postrada del anciano la que no lo deja ser feliz. 

Una mañana de invierno, el anciano y el niño narrador vienen del riachuelo, donde el tío Ramón lava las prendas sobre una tajuela vieja, y al llegar a la casa, encuentran el cuerpo hinchado, sin vida de la esposa. El narrador detalla minucioso la escena, que  lo sobrecogió sin poder transcribir una mínima sensación. La descripción la ofrece una criatura que no alcanza a comprender el suicidio como respuesta al vacío existencial que pudre el alma de la encamadda seññora. 

El segundo relato es La Cojanita. Anita es una muchacha de dieciocho años, coja desde el día en que nació, lo que desde niña lleva con resignación. Vive con su enferma madre en Avella, pueblo pequeño de la sierra de Béjar. Hace veinte años su hermana fue hallada en el fondo de un pozo y Zacarías Hernández, el marqués, detenido por una pareja de civiles ante su mujery su hijo, el Julito. Poco después, el desquiciado padre de la Cojanita, aquejado de fuertes depresiones a causa de la pérdida de la criatura, se suicida. La Cojanita recuerda esos días que quedaron atrás. Ahora, veinte años después, en plena década de los cincuenta, ella se refugia en la Fe cristiana y en ella encamina sus días.

Pero todo el pasado parece resucitar en el momento en que don Zacarías Hernández vuelve al pueblo. Está enfermo y más demenciado; los veinte años de prisión lo han acabado de rematar. Reconoce su casona, retirada del pueblo, su mujer. El Julito ha dejado de ser el niño que hace veinte años lo miraba con horror escoltado por dos civiles, ahora es todo un hombre. Todo el relato parece retrotraerse a los años treinta, cuando la niña muerta flotaba en las aguas estancadas del pozo. El pasado y el presente se entremezclan, se funden hasta el extremo de no llegar a reconocerse. Veinte años después, todo continúa. Avella no ha cambiado. 

Transcurridos dos días de la llegada, Zacarías muere. El Julito llora la muerte de su padre. Decide acabar su obra: piensa en la niña del pozo; Zacarías amaba la caza y la practicaba por las mañanas. Muchas veces había advertido a la niña rubia que no merodeara por sus heredades, que era peligroso. Pero la niña no obedecía. Había disparado contra ella, agujereando su frente, porque se había removido tras un arbusto lo mismo que un jabalí. El Julito, que todo esto sabe, acierta a comprender qué ha llevado a su padre a la muerte: la familia de la niña, de la Cojanita. Ellos fueron los culpables de que su padre acabara muerto después de veinte años entre rejas.

La historia a partir de aquí entra en una espiral complicada de venganza y odio, regada por la liberación extrema de las bajas pasiones de Julito hacia la Cojanita, que le arrebata la pureza, la inocencia, que es lo único que tiene. Desde la primera hasta la última palabra la imagen de la niña muerta flota: el pasado es ya el presente. Julito es la continuación de Zacarías.

La Cojanita pierde la Fe. Es una consecuencia natural de la desfloración de que ha sido víctima. Ahora sólo queda el bulto que yace en la cama de su casa, su madre enferma. 

La madre muere. Es ya mayor y ha sufrido mucho. La Cojanita acude a la iglesia, se arrodilla: no quiere perder su Fe, pero no la encuentra. Donde antes veía los Sacratísimos ojos del Señor, ahora ve un pedazo de madera tallada comida por el polvo y la polilla. Ha entendido que Dios no existe. 

Pasan los días y la criada llega del pueblo a la casona de los Hernández. Trae una noticia: la Cojanita, dicen, está en estado. El Julito trata de recordar. Se siente nervioso, se muerde los labios. Lo sabe. Coge un palo y va al pueblo. Encuentra a la Cojanita en su casa. La apalea. Lleno de locura, sale de la casa manchado de sangre y de camino a la Casona cae por la baranda del riachuelo y se golpea la cabeza con un guijarro. El Julito ha muerto.
La Cojanita, al despuntar la aurora, marcha por el camino que se pierde en el horizonte, tirando de una mula cargada de sartenes y mantas. Parece que ha decidido marcharse. Sin embargo, vaga sin rumbo, con un hijo muerto en el vientre. Es la viva imagen del que está muerto en vida; muerto aunque respire. Esta imagen última que cierra esta pieza trágica representa el futuro sin esperanzas, de caminos frustrados. Puede que la Cojanita muera a la orilla del camino, aunque muerta, camina sin destino.

El tercer relato es Carmen Cambronero. La protagonista es una maestra a la que el Ministerio de Instrucción Pública ha encomendado cubrir la plaza vacante en la escuela de un retirado pueblo de la sierra de Béjar, Avella. El tren correo la deja en la estación, donde la espera impaciente el alguacil. Carmen Cambronero se hospeda en la casa de una mujer de la baja burguesía, la Gregoria, dada a acumular montoncitos roñosos de pesetas y guardarlos en un cajón y a lamentarse de lo miserable de su existencia. 

Con minuciosidad, Carmen Cambronero comienza su tarea en la escuela municipal. Por las tardes, le gusta retirarse a su cuarto, en la buhardilla de la casa de la Gregoria, y atisbar los tejadillos del pueblo. Allí escribe sus meditaciones.

Meditaciones que adquieren mayor entidad a raiz de la llegada al pueblo de dos extraños: un abuelo y su nieto, mendigando hospedaje y comida. La Gregoria los acoge en la cuadra de la mula. La preocupación de Carmen por aquellos extraños crece, junto con una sensación de repugnancia a una sociedad injusta, injusta desde la Creación hasta nuestros días; sociedad que segrega deshechos marginales como ese niño y su desdichado abuelo al que Carmen llama “niño al revés”. 
 
Pocos días más tarde, el alguacil decide llevarse consigo al muchacho para que esté al cuidado del ganado, día y noche, arriba en la sierra. El abuelo, queda sólo y al de poco, muere. Cuando Carmen Cambronero decide subir a los picachos de la sierra para contarle lo acaecido al niño, se enfrenta no sólo a la fragilidad pueril, sino a la más absoluta indefensión de una criatura que sólo se preocupa de que una oveja está a punto de morir.

La trompeta, que cierra el conjunto de relatos, culmina el pensamiento existencialista que impregna desde la primera a la última hoja, resolviendo vacía y sin sentido la existencia del hombre, condenado sin embargo, a vivirla. Quien a esta reflexión llegue, piensa nuestro protagonista, se sentirá angustiado porque habrá dado con la verdad. Lo que busca y teme es ya una sola cosa. 

El relato cuenta la historia de Pacheco, un hombre algo extravagante y marginado de Avella. Pacheco todas las tardes se acerca a la taberna del tío José y divierte a los parroquianos con sus historias de amores, de la guerra, pero sobre todo, del día en que encontró la trompeta. De eso hace ya algunos años, estallada la contienda. La encontró en una de las casas saqueadas por los soldados. 

La segunda mitad del relato consiste en una metáfora del lenguaje musical. La vida, dice Pacheco, es un pentagrama vacío que Dios ha olvidado escribir. Él lo rellena soplando la boquilla de su trompeta. Pero no tardará mucho en darse cuenta de que el instrumento no suena y de que aquello que es música es el humo de su esperanza proyectada. Ya no queda música, ya no queda nada, pues ya no hay misterio: nada cobra sentido. Así, Pacheco echa a caminar. Camina tirando de Castaña, la mula, hasta perderse en un punto lejano esperando la muerte como fin de este teatro de lo absurdo.

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