martes, 12 de noviembre de 2013

El Diablo y Dios

Este drama estrenado en 1951 es una de las producciones dramáticas de Sartre más comprometidas con la filosofía del hombre: su condición y la relación entre moralidad y revolución. Le Diable et le bon Dieux está ambientada en la Alemania de la Reforma Protestante (la llamada "guerra de los campesinos") en el siglo XVI y abarca -pese a la negación del propio autor- una determinación metafísica al resolver inútiles los esfuerzos del hombre para hacer el Bien, puesto que éste sólo es capaz de hacer el Mal. En última instancia, imputa a Dios el fracaso de la condición humana y reflexiona sobre la autenticidad del ser humano, que sólo deviene cuando éste actúa conforme sus principios y su ética, al margen de que esos principios pertenezcan al Mal o al Bien.


Goetz, hermano de Conrad quien ha liderado una rebelión burguesa contra el Arzobispo de la ciudad de Worms, ha traicionado a éste y se ha aliado con el Arzobispo sitiando la ciudad. General de los Ejércitos, es temido por su maldad y su despotismo. Goetz se revuelca gustoso en su envilecimiento, como salida única a su indefinición o falta de esencia, motivada por el hecho de ser hijo bastardo. En el dialogo magistral mantenido en el Cuadro Tercero de la obra, junto al sacerdote fracasado Heinricht, aduce que el hombre está llamado al mal.

Por otra parte, no menos importante que Goetz, es digno de análisis el comportamiento y el carácter del sacerdote Heinricht. Éste, temeroso de Dios al principio de la obra, de vida piadosa y avenida a la pobreza, se opone a toda clase de violencia por parte de los rebeldes y la autoridad eclesiástica y a la postre queda frustrado en su intención de aunar la doctrina social de la Iglesia y su propia conciencia, inclinada hacia la voz del populacho hambriento. En definitiva, Heinricht es un traidor para ambos bandos y hay una evidente pugna interior que lo consume y lo abate: en sus manos queda la decisión de permitir la entrada de las tropas de Goetz en la ciudad de Worms y libertar a los sacerdotes recluidos en el Seminario o dejar que el populacho, sin la intervención de Goetz, asesina brutalmente a los clérigos. En esta tesitura, las reglas de su Fe le empujan a acudir al General impío pero una vez ante él, se resiste a entregar la ciudad. Este caracter abiertamente contradictorio de Heinricht revela una premisa del pensamiento de Jean Paul, que entiende que hoy día, en una sociedad capitalista llena de contradicciones, el hombre intelectual está llamado a vivir la contradicción. Heinricht es un traidor porque ha vendido a la Iglesia y al Pueblo en una aparente incoherencia, disonancia entre razón y sentimiento. En esa pugna interior, el sacerdote fracasado estalla: ante Goetz reconoce sentir asco y odio a los pobres, porque ve en ellos lo imperfecto de la Creación (Cuadro Tercero). Es, como he dicho arriba, un acusador evidente de Dios.  La transformación del buen sacerdote en un auténtico hijo del Antecristo la apreciamos en todo su esplendor al final de la obra dramática, cuando como un fogonazo, aparece Heinricht, enloquecido, hablando con un ser espectral que entendemos es Satanás y al que trata como un amigo; está condenado a vivir en la maldad que él mismo ha segregado. Una muestra más -y magistral- de que el hombre no puede hacer el bien.



Esta idea funesta de la condición humana la culmina un Goetz radicalmente distinto a sus apariciones en los Cuadros anteriores; el General, tras un pacto con Heinricht la noche de la entrega de la ciudad, ha dejado atrás su carácter malvado y ahora ha entendido que, del mismo modo que era en esencia él mismo haciendo el mal, podía también ser y hacerse a sí mismo obrando bien. Esta idea se mantiene a lo largo de varios cuadros pero fracasa, puesto que todas las consecuencias de sus obras buenas causan mayúsuculos perjuicios a su alrededor.

Ésta es la idea final, la supraidea basal de la obra: que el hombre, primero, se hace a sí mismo -puesto que no es, sino tan sólo existe- y, segundo, la vocación inevitable de todo hombre al mal, lo que lo dota de autenticidad que es, a la postre, el fin último de la existencia: la construcción de la esencia o la dotación de esencia.  

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